jueves, 6 de marzo de 2008

INTERESANTE ARTICULO DE LOST EN EL PAÍS

A estas alturas, después de setenta capítulos devorados tres años, ya soy un experto en esperar que vuelva Lost. Ya no siento ese dolor punzante en las tripas, ni me muerdo las uñas. Y es que, en todo este tiempo, nuestra relación ha madurado mucho. ¡Ah, me acuerdo cuando acabó la primera temporada, qué desazón más grande!

Me quedé con los ojos como huevoduros, viendo cómo Jack y Locke abrían por fin la puerta secreta y la cámara bajaba hacia el negro más profundo. Y después nada: cuatro meses enteros de ansiedad, de conjeturas y abstinencia.

La primera temporada de Lost fue como el inicio de un noviazgo salvaje. Como esos amores a primera vista en donde sólo cabe pensar que la vida será siempre maravillosa y que nada, en todo el mundo, nos sacará del paraíso. Acción, suspenso, misterio… Pero entonces, un día cualquiera, ella, la mujer amada, nos dice: Corazón, tengo que irme cuatro meses a estudiar a Suiza, ¿me esperas? Y el mundo se viene abajo. Pero no el amor.

Y nos quedamos esas dieciséis semanas como estúpidos, pensando en el día exacto en que volveremos a sus brazos. La distancia, en vez de dar respuestas, nos llena de nuevas preguntas: ¿pensará ella en mí?, ¿qué hacía un oso polar en una isla del Pacífico?, ¿se habrá acostado con algún estudiante de intercambio?, ¿qué misterios esconderán Los Otros...? Intentamos distraernos, salir a la calle, ver a otras mujeres, pero nada tiene sentido sin sus besos. Vemos tres o cuatro episodios de CSI, coqueteamos con Grissom, pero nada es lo mismo si nos faltan los apodos de Sawyer. Nuestra cabeza está en otra parte, en la brisa de la isla, lejos, en un futuro que nunca había tardado tanto.

Y entonces, un día, suena el timbre y vemos el primer episodio de la segunda temporada. ¡Qué dicha más grande, cuántos abrazos! Volver a ver un nuevo episodio después de tanto tiempo es como tocar el cielo con las manos. Es tan grande la necesidad de Lost que no importa que las nuevas tramas no traigan consigo ni una sola respuesta a las viejas preguntas. Ni una. Como cuando regresa de Suiza la novia amada y no nos quiere contar qué ha hecho, con quién ha estado, si ha conocido a alguien. Y además llega con el pelo corto y fumando Lucky Strike. Mala cosa. Pero no nos importa, claro que no, mientras esté otra vez en casa, sana y salva. Le perdonamos el silencio porque la amamos.

La amamos tanto, y ella a nosotros, que un buen día decidimos vivir juntos, ser una pareja formal, y entonces comienza la rutina del amor. Descubrimos en ella algunos defectos: deja las ollas sucias sin remojar, abre nuevas incógnitas sin cerrar las anteriores, aprieta la pasta de dientes por adelante, aparece una imagen del gordo Hugo en un flashback de Sayid, no sabe cocinar un huevo frito, hace uso abusivo del humo negro… Pero no nos importa: estamos enamorados.

La segunda temporada de Lost es un matrimonio entre la serie y el espectador. El salvajismo del amor le ha dejado paso al disfrute de las pequeñas cosas, a la caricia velada y al café con leche por las mañanas de domingo. Ya sabemos que nada es tan perfecto en la pareja, que hay muchos flashbacks que no tienen sentido aparente, que hay roces y gestos desganados...

Pero nadie nos quita del sofá los jueves por la noche. Estamos cómodos en casa, es bueno sentir el calor del otro cuerpo, aunque no nos creamos que Walt haya crecido tanto. Somos una pareja estable.

Y entonces ocurre la primera crisis. Al final de la segunda temporada, justo cuando Los Otros atrapan a cuatro de nuestros mejores náufragos, ella nos dice: Necesito espacio, me voy a casa de mamá unos meses para pensar mejor... Y otra vez nos deja solos en casa, sin entender que va a pasar con nuestras vidas, ni tampoco a dónde se ha ido Michael en ese barco tan pequeño.

Pero nosotros ya no somos aquel novio primerizo que no sabe qué hacer sin el amor de su vida. En este segundo impás nos sentimos vivos, andamos en calzoncillos por toda la casa, disfrutamos la soltería... Y un día conocemos a Heroes (la abstinencia absoluta es difícil) y le ponemos los cuernos a Lost mientras está ausente. Heroes es una serie intensa, hay gente que vuela, señoritas que se caen de los puentes y no se hacen nada, policías telepáticos, japoneses simpatiquísimos. Heroes es una adolescente con ganas de experimentar en la cama. Aprendemos con ella cosas nuevas, nos sentimos inmortales. Tenemos una amante más joven, ¡ah!, qué maravilla es la vida, qué fabulosa la televisión yanqui.

Pero una tarde de domingo, mientras estamos con Heroes en la cama, justo en medio del clímax, nos equivocamos de nombre y le decimos Lost. “Ah, sí, sí, Lost, un poquito más abajo, ahí, en la escotilla”. Y Heroes se pone como loca, se levanta de la cama y se va dando un portazo. Mucho no nos importa, porque desde el episodio once se estaba poniendo bastante pelotuda, con muchas explosiones y tramas cruzadas que no iban a ninguna parte.

Como por arte de magia, a la semana siguiente vuelve a casa Lost y sólo al verla, no antes, justo cuando aparecen en pantalla las primeras escenas, descubrimos cuánto la habíamos echado de menos.

La tercera temporada de Lost es la esencia del amor de pareja. Ha quedado tan lejos el oso polar, las primeras incógnitas, los subidones de adrenalina, la falta de respuestas… Todo es tan lejano y a la vez está allí, sin condiciones. La tercera temporada es una mujer madura que ya ha vivido todas las vidas y ha regresado a nosotros por elección final, por voluntad superior.

Las historias son más pequeñas y nos devuelven los sueños. Y esta vez sabemos, además, que nada es para siempre.

El último abandono no duró tres o cuatro meses, como los anteriores. Esta vez fue casi un año entero sin un nuevo episodio de Lost. Pero como dije, ya soy un experto en esperar que vuelva. Cuando me siento triste miro capítulos viejos y recuerdo los antiguos besos, las primeras caricias; o entro a los foros de Internet para escuchar a otros hacer conjeturas. Que todos están muertos y la isla es El Limbo, que se trata de un universo paralelo y el avión no cayó en este mundo, que la isla es una segunda oportunidad para seres desdichados. Que Hugo es Dios. ¡Cuántas cosas se dicen por ahí, y qué poco me importa!

Ahora que ya ha comenzado la cuarta temporada, yo estoy muy tranquilo. Sí, es verdad, he mandado las sábanas a la tintorería para que huelan mejor, y compré vajilla moderna para el desayuno, y estuve haciendo un poco de ejercicio para que, cuando ella llegue, no me vea descuidado. Pero no estoy ansioso. Ni siquiera le he preguntado a dónde ha ido en estos meses, ni por qué se mueve tanto la cabaña de Jacob, ni cuánto tiempo piensa quedarse esta vez en casa. No. No haré preguntas. Ella, a cambio de mi ingenuidad, a veces me regala polvos monumentales como el del viernes pasado.

La cuarta temporada de Lost es el amor puro entre una historia y su espectador, ese mismo amor fundamental que se explica en el Nuevo Testamento y al que muy pocas almas pueden acceder. Es el amor que todo lo sufre, que todo lo cree, que todo lo espera, y que todo lo soporta. Como el amor de Penélope y Desmond. Yo creo en Lost cuando me dice la verdad, pero también amo a Lost cuando me miente. Y cada vez que se va de casa sin decir nada, soporto su ausencia como un hombre. Y cuando vuelve, como ha regresado ahora por cuarta vez, abro el mejor champán y espero, a oscuras, que entre a casa y me engañe de nuevo.

¿Y cómo hago para ver esta serie?

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